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- ¡Que buen soldado fuiste
- en la Corte Imperial de Diocleciano
- y con que entereza entender supiste,
- cuando llego la hora,
- tu condición sublime de cristiano!
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- Honores, posición, poder, dinero,
- favor de poderosos...
- Nada pudo apartarte del sendero,
- por el que te adentraste es día del bautismo,
- ni doblegar tu voluntad de acero,
- de seguir hasta el fin, valientemente,
- a tu humilde Maestro.
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- Fueron tiempos difíciles los tuyos,
- -como lo son los nuestros-
- para poder vivir, coherentes, vocaciones
- que el buen Dios nos ha puesto.
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- Hoy como ayer, a escoger el momento
- de su venida al mundo nadie tiene derecho;
- ni a nadie preguntan su lugar preferido.
- Todo se lo dan hecho.
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- Pero tú Sebastián, fuiste privilegiado,
- a tu llegada a mundo –aquel mundo pagano-
- sentiste la caricia de unos padres cristianos,
- que al calor hogareño muy pronto te enseñaron
- a conocer y amar a Dios y a tus hermanos.
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- Tu nobleza de espíritu,
- valor y lealtad, tomadas de la mano,
- fueron abriendo puertas
- y camino a tu paso.
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- Hasta el Emperador,
- Señor omnipotente de aquel mundo romano,
- te dio su confianza
- y entraste en su Palacio...
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- Arriesgando por él tu propia vida
- fielmente le serviste,
- sin olvidar, empero, la solemne promesa
- que a tu señor le hiciste.
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- Así, cuando, entre lealtades que escoger tuviste
- (“divino” Emperador o Dios del Cielo)
- tu elección ya estaba hecha,
- y con valor seguiste
- la “vida dolorosa”, el augusto sendero
- que conduce al calvario.
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